I
Puede decirse sin exageración
alguna que el conocimiento de las grandes ideas producidas por la raza humana
no estuvo nunca tan ampliamente difundido por el mundo como lo está hoy día, y
que nunca fueron estas ideas menos efectivas de lo que son hoy día. Las ideas
de Platón y Aristóteles, de los Profetas y de Cristo, de Espinoza y de Kant,
son conocidas por millones entre las clases educadas en Europa y América. Les
son enseñadas en millares de instituciones de enseñanza superior y, algunas de
ellas, son predicadas por todas partes en las iglesias de todas las
confesiones. Y, todo eso en un mundo que sigue los principios del egoísmo
ilimitado, que engendra nacionalismos histéricos, y que se está preparando para
un demencial exterminio en masa. ¿Cómo puede explicarse uno esta discrepancia?
Las ideas no influyen
profundamente al hombre si se aprenden sólo como tales ideas y pensamientos.
Por lo corriente, cuando son presentadas de esta manera, cambian por otras
ideas; nuevos pensamientos toman el lugar de los viejos; nuevas palabras toman
el lugar de las viejas. Pero todo lo que ha ocurrido es un cambio de conceptos
y palabras. ¿Por qué debería ser diferente? A un hombre le es excesivamente
difícil ser impulsado por ideas y captar una verdad. Respecto a esto, le es
necesario superar resistencias de pura inercia profundamente arraigadas, el
temor a estar equivocado, o de alejarse demasiado del rebaño. Llegar a
enterarse de otras ideas, sin más, no es suficiente, aun cuando estas ideas
sean en sí mismas correctas y potentes. Pero las ideas sólo tendrán un efecto
sobre un hombre si la idea es vivida por aquél que la enseña; si es
personificada por el maestro, si la idea aparece en carne y hueso. Si un hombre
defiende la idea de humildad y es humilde, entonces aquellos que le escuchen
entenderán lo que es la humildad. Y no sólo lo entenderán, sino que creerán que
está hablando de una realidad, y no sólo vocalizando palabras. Lo mismo es
cierto para todas las ideas que un hombre, un filósofo o un predicador
religioso, pueda tratar de comunicar.
A todos aquellos que expresan
ideas -y no necesariamente nuevas- y, al mismo tiempo, las viven, podemos
llamarlos profetas. Los
profetas del Antiguo Testamento hicieron precisamente esto: expresaron la idea
de que el hombre debía encontrar una respuesta a su existencia, y que esta
respuesta era el desarrollo de su razón, de su amor; y enseñaron que la
humildad y la justicia estaban inseparablemente unidas al amor y la razón.
Vivieron lo que predicaron. No buscaban el poder, sino que lo evitaban. Ni
siquiera el poder que daba el ser profeta. No les impresionaba la fuerza y
propagaban la verdad, incluso si esto les llevaba a la prisión, al ostracismo,
o a la muerte. No eran hombres que se apartaran del mundo y esperaran a ver qué
iba a ocurrir. Correspondían a sus seguidores porque se sentían responsables.
Lo que les ocurría a los otros, les ocurría a ellos. La humanidad no estaba
fuera, sino dentro de ellos. Precisamente porque veían la verdad, se sentían
responsables de comunicarla; no amenazaban, pero mostraban las alternativas con las que se enfrentaba el
hombre. No es el caso que un profeta desee ser profeta; de hecho, sólo los
falsos tienen la ambición de serlo. El convertirse en profeta es cosa
suficientemente simple, porque las alternativas que ve son suficientemente
simples. El profeta Amós expresó esta idea muy sucintamente: “El león ha
rugido: ¿quién no tendrá miedo? Dios ha hablado: ¿quién no será profeta?” la
frase “Dios ha hablado”, significa aquí simplemente que la elección es ya, sin
error posible, totalmente clara. Ya no puede haber más duda. Ya no puede haber
más evasión. De ahí que el hombre que se siente responsable no tiene otra
elección que convertirse en profeta, tanto si ha estado apacentando sus ovejas,
como cuidando sus viñas, o desarrollando y enseñando sus ideas. Es la función
del profeta, mostrar la realidad, mostrar alternativas y protestar; es su
función vocear bien alto, despertar al hombre de su acostumbrado sopor. Es la
situación histórica la que crea profetas, no el deseo de algunos hombres de ser
profetas.
Muchas naciones han tenido sus
profetas. Buda vivió sus enseñanzas; Cristo se mostró de carne y hueso;
Sócrates murió de acuerdo con sus ideas; Espinoza las vivió. Y todos ellos
dejaron una huella profunda en la raza humana, precisamente porque la idea de
cada uno de ellos se había manifestado en su propia carne.
Los profetas aparecen sólo a
intervalos en la historia de la humanidad. Mueren y dejan su mensaje. El
mensaje es aceptado por millones, se les hace entrañable. Ésta es precisamente
la razón por la que la idea se hace explotable para otros, que pueden hacer uso
de la adhesión del pueblo a esas ideas para sus propios propósitos: los de
gobernar y controlar. Vamos a llamar sacerdotes a los hombres que utilizan la idea
que los profetas han anunciado. Los profetas viven sus ideas. Los sacerdotes
las administran al pueblo que está vinculado a la idea. La idea ha perdido su
vitalidad. Se ha convertido en una fórmula. Los sacerdotes declaran que es muy importante
cómo sea formulada la idea; naturalmente la formulación es importante después
de que la experiencia esté muerta; ¿de qué otro modo se podría controlar a la
gente, controlando sus pensamientos, a menos que haya la formulación
“correcta”? Los sacerdotes utilizan la idea para organizar a los hombres, para
controlarlos mediante el dominio de la expresión apropiada de la idea, y cuando
han anestesiado al hombre lo bastante, declaran que el hombre no es capaz de
velar por sí mismo y dirigir su propia vida, y que ellos, los sacerdotes,
actúan por deber, o hasta por compasión, cuando llevan a cabo su función de
dirigir a hombres, que, si se les deja solos, tienen miedo a la libertad. Es
verdad que no todos los sacerdotes han actuado así, pero la mayoría de ellos,
sí, especialmente aquellos que han detentado el poder.
Hay sacerdotes no sólo en
religión. Hay sacerdotes en filosofía y sacerdotes en política. Todas las
escuelas filosóficas tienen sus sacerdotes. Con frecuencia son muy estudiosos;
es su trabajo administrar la idea del pensador original, comunicarla,
interpretarla, hacer de ella un objeto de museo, para poder así guardarla.
Luego hay los sacerdotes políticos , de ellos hemos visto suficientes
en los últimos cincuenta años. Han administrado la idea de la libertad para
proteger los intereses económicos de su clase social. En el siglo XX, los
sacerdotes se han encargado de la administración de la idea del socialismo.
Mientras esta idea tenía como objetivo la liberación e independencia del
hombre, los sacerdotes declararon de un modo u otro que el hombre no era capaz
de ser libre, o que, al menos, no lo seria por largo tiempo. Hasta entonces, se
veían obligados a hacerse cargo de la idea y decidir cómo debía ser formulada,
y quién era un verdadero creyente y quién no. Los sacerdotes acostumbran a
confundir al pueblo porque pretenden que son los sucesores del profeta, y que
viven lo que predican. No obstante, aunque un niño podría ver que viven del
modo precisamente opuesto a lo que predican, la gran masa de la gente ha sido
sometida eficazmente a un lavado de cerebro y, finalmente, llegan a creerse que
si los sacerdotes viven en el esplendor, lo hacen por el espíritu de
sacrificio, porque tienen que representar la gran idea; o si asesinan
despiadadamente, sólo lo hacen por causa de la fe revolucionaria.
Ninguna situación histórica
podría ser más apropiada para el surgimiento de profetas que la nuestra. La
existencia de la raza humana entera está amenazada por la locura de la
preparación hacia una guerra nuclear. Una mentalidad de la edad de piedra y una
ceguera absoluta han conducido hasta el punto en que la especie humana parece
dirigirse rápidamente hacia el mágico fin de su historia, en el preciso momento
en que está cerca de su realización más grandiosa. En este punto, la humanidad
necesita profetas, aun cuando es de dudar que sus voces prevalezcan contra la
de los sacerdotes.
Entre los pocos, en quienes la
idea se ha manifestado en la propia carne y a quienes la situación histórica de
la humanidad ha transformado de maestros en profetas, está Bertrand Russell.
Resulta que es un gran pensador, pero esto no es realmente esencial para ser
profeta. Él, junto con Einstein y Schweitzer, representa la respuesta de la
humanidad occidental a la amenaza de su existencia, porque ellos tres han
aclarado, han avisado, y han señalado, las alternativas. Schweitzer vivió la
idea del cristianismo trabajando en Lambaréné. Einstein vivió la idea de la
razón y del humanismo rehusando unirse a las histéricas voces del nacionalismo
de la intelectualidad alemana de 1914 y muchas veces después. Bertrand Russell
expresó durante varias décadas sus ideas sobre racionalidad y humanismo en sus
libros; pero en los últimos años, ha salido a la plaza pública para enseñar a
todos los hombres que, cuando las leyes del país se hallan en contradicción con
las leyes de la humanidad, un hombre de verdad tiene que decidirse por las
leyes de la humanidad.
Bertrand Russell ha comprendido
que la idea, incluso si está encarnada en una persona, gana en significación
social sólo en el caso de que esté representada por un grupo. Cuando Abraham
discutió con Dios sobre la suerte de Sodoma, y puso en tela de juicio la
justicia divina, pidió que Sodoma fuera perdonada si había sólo diez hombres
justos, pero no menos. Si había menos de diez, es decir, si no había ni
siquiera el grupo más pequeño en que se hubiera mantenido la idea de la
justicia, entonces ni Abraham podía esperar que la ciudad se salvara. Bertrand
Russell trata de demostrar que hay diez que pueden salvar la ciudad. Por esto
es por lo que ha organizado a la gente, que ha marchado con ellos y se ha
sentado con ellos y ha sido llevado con ellos en furgonetas de la policía.
Aunque su voz es una voz en el desierto, no es, sin embargo, una voz aislada.
Es el director de un coro; si se trata del coro de una tragedia griega o el de
la novena sinfonía de Beethoven, sólo la historia de aquí a unos pocos años lo
revelará.
II
Entre las ideas que Bertrand
Russell encarna con su vida, quizá la primera que deba ser mencionada es la del
derecho y el deber del hombre a la desobediencia.
Por desobediencia no entiendo la
desobediencia del rebelde sin causa, que desobedece porque no tiene ningún
compromiso con la vida, a no ser el de decir “no”. Este tipo de desobediencia
rebelde es tan ciega e impotente como su opuesta, la obediencia conformista que
es incapaz de decir “no”. Me estoy refiriendo
al hombre que puede decir “no” porque puede afirmar: que puede desobedecer
precisamente porque puede obedecer a su conciencia y a los principios que ha
elegido; me refiero al revolucionario, no al rebelde.
En la mayoría de los sistemas
sociales, la obediencia es la suprema virtud, la desobediencia el pecado
supremo. De hecho, en nuestra cultura, mucha gente, cuando se siente “culpable”,
lo que siente en realidad es miedo porque ha sido desobediente. Los hombres no
están, como ellos creen, realmente consternados por causa de un precepto moral,
sino por el hecho de haber desobedecido un mandato. Esto no es sorprendente;
después de todo, la doctrina cristiana ha interpretado la desobediencia de Adán
como un hecho que le corrompió a él y a su descendencia tan fundamentalmente,
que sólo la acción especial de la gracia divina puede salvar al hombre de su
corrupción. Esta idea estaba, naturalmente, de acuerdo con la función social de
la Iglesia, que sostenía el poder de los gobernantes enseñando la pecaminosidad
de la desobediencia. Sólo aquellos hombres que consideraron seriamente las
enseñanzas bíblicas de humildad, fraternidad y justicia se rebelaron contra la
autoridad seglar, con el resultado de que la Iglesia, demasiado frecuentemente,
les tildó de rebeldes y pecadores ante Dios. El protestantismo, en su versión
principal, no alteró esto. Por el contrario, mientras que la Iglesia católica
mantuvo viva la conciencia de la diferencia entre una autoridad secular y
espiritual, el protestantismo se alió con el poder seglar. Lutero daba sólo la
primera expresión drástica de esta tendencia cuando escribía sobre los
campesinos revolucionarios alemanes del siglo XVI: “Por lo tanto, todos los que
podamos vayamos a castigarlos, herirlos y matarlos, secreta o abiertamente,
recordando que nada puede envenenar más, ser más perjudicial, o diabólico, que
una rebelión”.
A pesar de la desaparición del
terror religioso, los sistemas políticos autoritarios han continuado haciendo
de la obediencia la piedra fundamental humana de su existencia. Las grandes
revoluciones de los siglos XVII y XVIII lucharon contra la autoridad real, pero
pronto volvió el hombre a hacer una virtud de la obediencia a los sucesores de
los reyes, fuera cual fuera el nombre que tomaran. ¿Dónde está la autoridad hoy
día? En los países totalitarios hay la autoridad patente del Estado, que se
apoya en el robustecimiento del respeto a la autoridad en la familia y en la
escuela. Las democracias occidentales, por otra parte, se sienten orgullosas de
haber superado el autoritarismo del siglo XIX. Pero ¿ha sido así realmente, o
sólo ha cambiado el carácter de la autoridad?
Este siglo, es el siglo de las
burocracias jerárquicamente organizadas en el gobierno, los negocios y las
uniones laborales. Estas burocracias administran cosas y hombres como un todo
único; siguen ciertos principios, especialmente el principio económico del
balance, la cuantificación, la máxima eficacia y provecho, y funcionan
esencialmente como un computador electrónico que hubiera sido programado según
esos principios. El individuo se convierte en un número, se transforma en una
cosa. Pero precisamente porque la autoridad no es patente, porque no está
“forzado” a obedecer, el individuo se halla bajo la ilusión de que actúa
voluntariamente, de que sigue sólo su propia voluntad y decisión, o de que
sigue sólo a una autoridad “racional”. ¿Quién puede desobedecer lo “razonable?
¿Quién puede desobedecer si ni siquiera se da cuenta de estar obedeciendo? Lo
mismo ocurre en la familia y en la educación. La corrupción de las teorías de
educación progresista han llevado a un método en que no se le dice al niño lo
que debe hacer, no se le dan órdenes, no se le castiga por su descuido en
cumplirlas. El niño sólo se expresa a sí mismo”. Pero está saturado desde el
primer día de su vida de un respeto morboso hacia la conformidad, del temor a
ser “diferente”, del pavor de estar alejado del resto del rebaño. El
“hombre-organización”, así criado en la familia y en la escuela, teniendo su
educación completa en la gran organización, tiene opiniones, pero no
convicciones; se divierte, pero es infeliz; hasta desea sacrificar su vida y la
de sus hijos en nombre de una obediencia involuntaria a poderes impersonales y
anónimos. Acepta los cálculos de muertes que están de moda en las discusiones
sobre la guerra termonuclear; la mitad de la población de un país muerta:
“bastante aceptable”; dos tercios muertos: “quizá no”.
La cuestión de la desobediencia
es hoy de vital importancia. Mientras que según la Biblia, la historia humana
empezó con un acto de desobediencia -Adán y Eva-, y según el mito griego, la
civilización empezó con el acto de desobediencia de Prometeo, no es inverosimil
que la historia humana vaya a terminarse por un acto de obediencia, por la
obediencia a autoridades que, a su vez, obedecen a fetiches arcaicos como “la
soberanía del Estado”, “el honor nacional”, “la victoria militar”, y que darán
las órdenes de pulsar los botones fatales a aquellos que les obedecen a ellos y
a sus fetiches.
La desobediencia, entonces, en el
sentido en que la consideramos aquí, es un acto de afirmación de la razón y de
la voluntad. No es primariamente una actitud dirigida contra algo, sino por algo; por la capacidad del hombre
de ver, de decir lo que ve, y de negarse a decir lo que no ve. Al hacerlo así,
no necesita ser agresivo o rebelde; necesita tener sus ojos abiertos, estar
completamente despierto y queriendo tomar la responsabilidad de abrir los ojos
a aquellos que están en peligro de perecer porque están medio dormidos.
Karl Marx escribió una vez que
Prometeo, que decía que “antes sería encadenado a su roca que ser el siervo
obediente de los dioses”, es el santo patrón de todos los filósofos. Bertrand
Russell, también un filósofo, está renovando esta función prometeica en su
propia vida.
La afirmación de Marx apunta muy
claramente al problema de la conexión entre filosofía y desobediencia. La
mayoría de los filósofos no desobedecieron a las autoridades de su tiempo.
Sócrates obedeció al morir, Espinoza renunció a la posición de profesor antes
que entrar en conflicto con la autoridad, Kant fue un fiel ciudadano, Hegel
cambió sus simpatías revolucionarias de juventud por la glorificación del
Estado en sus últimos años. Pero, a pesar de todo eso, Prometeo fue su santo
patrón. Es cierto que permanecieron en sus salas de conferencias y estudios y
no bajaron a la plaza pública, y había muchas razones para esto que no vamos a
discutir ahora. Pero, como filósofos, fueron desobedientes respecto a la
autoridad de los pensamientos y conceptos tradicionales, a los clichés que eran
creídos y enseñados. Aportaban luz en la oscuridad, despertaban a aquellos que
estaban medio dormidos, “se atrevieron a conocer”.
El filósofo desobedece a los
clichés y a la opinión pública, porque obedece a la razón y a la humanidad. Es
precisamente por el hecho de que la razón es universal y trasciende todos los
límites nacionales, que el filósofo que sigue a la razón es un ciudadano del
mundo; el hombre es su objeto, no esta o aquella persona, esta o aquella
nación. El mundo es su patria, no el lugar donde nació.
Nadie ha expresado más
brillantemente la naturaleza revolucionaria del pensamiento como lo ha hecho
Bertrand Russell: “Los hombres -escribió en Principles
of Social Reconstruction (1916) - temen
al pensamiento más de lo que temen a cualquier otra cosa del mundo; más que la
ruina, incluso más que la muerte. El pensamiento es subversivo y
revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los
privilegios, las instituciones establecidas y los hábitos confortables; el
pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad,
descuidado con la sabiduría leal del pasado. El pensamiento pone sus ojos en el
pozo del infierno y no se asusta. Ve al hombre como una débil mancha, rodeado
de abismos insondables de silencio; sin embargo, se sostiene orgulloso, tan
impasible como si fuera el señor del universo. El pensamiento es grande, ligero
y libre, la luz del mundo y la mayor gloria del hombre.
Pero si el pensamiento ha de ser
la posesión de muchos, no el privilegio de unos pocos, tenemos que habérnoslas
con el miedo. Es el miedo lo que detiene al hombre, miedo de que sus creencias
entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con
las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a
resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto. “¿Va a pensar
libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros,
los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes
sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente
los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento! ¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a
estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro! Es mejor que los hombres
sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres.
Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como
nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.”
Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de
sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades."
La aptitud de Bertrand Russell
para desobedecer radica, no en algún tipo de principio abstracto, sino en la
experiencia más real que existe: su amor a la vida. Este amor a la vida brilla
a través de sus escritos, lo mismo que a través de su personalidad. Es una
cualidad rara hoy en día, especialmente rara en los países en que los hombres
viven en la abundancia. Muchos confunden las emociones con la alegría, los
estímulos con el interés, el consumirse con el ser. El slogan necrofílico “Viva la muerte”,
aunque usado conscientemente por los fascistas, llena los corazones de mucha
gente que vive en los países ricos, aunque ellos mismos no se dan cuenta.
Parece que en este hecho se basa una de las razones que explican por qué la
mayoría de la gente se resigna a aceptar la guerra nuclear y la consiguiente
destrucción de la civilización, y dan tan pocos pasos para prevenir esta
catástrofe. Bertrand Russell, por el contrario, lucha contra la matanza que nos
amenaza, no porque sea un pacifista, no porque está implicado algún principio
abstracto, sino precisamente porque es un hombre que ama la vida. Exactamente
por la misma razón, el no es útil a esas voces que gustan de cantar la maldad
del hombre, con lo que se describen así más a ellos mismos y a sus propios
caracteres sombríos que a los demás hombres. Pero, Bertrand Russell no es
tampoco un romántico sentimental. Es un realista, perpicaz, crítico, cáustico;
es consciente de las profundas raíces del mal y de la estupidez arraigadas en
el corazón del hombre; pero no confunde este hecho con una corrupción
pretendidamente innata que sirve para racionalizar los puntos de vista de
aquellos que son demasiado lóbregos para creer en la capacidad del hombre para
construir un mundo en el que se encuentre como en su propio hogar. “Excepto
para aquellos escasos espíritus -escribió Russell en Mysticism and Logic: A free Man´s
Worship (1903)- que han
nacido sin pecado, hay una caverna oscura que se debe atravesar antes que se
pueda entrar en aquel templo. La entrada de la caverna es la desesperación, y
su suelo está empedrado con las lápidas de esperanzas abandonadas. Ahí debe
morir el Yo; ahí el afán, la avidez del deseo indómito deben ser liquidados,
pues sólo así puede el alma ser liberada del Imperio de la Ruina. Pero, fuera
de la caverna, la Puerta de la Renunciación conduce de nuevo a la luz de la
sabiduría, gracias a cuyos rayos una nueva percepción, una nueva alegría, una
nueva ternura, siguen brillando para henchir el corazón del peregrino”. Y, más
tarde, en sus Philosophical
Essays (1910), escribió:
“Pero para aquellos que creen que la vida en este planeta sería una vida
encarcelada si no fuera por las ventanas abiertas a un mundo más grande; para
aquellos que consideran arrogante la creencia en la omnipotencia del hombre,
que prefieren la libertad estoica que proviene del dominio sobre las pasiones,
antes que el dominio napoleónico que ve los reinos de este mundo a sus pies, en
una palabra, para los hombres que no consideran al Hombre un objeto adecuado de
su culto, el mundo pragmático será estrecho y despreciable, arrebatando a la
vida todo lo que le da valor, y haciendo al mismo Hombre más insignificante
privándole del universo que contempla en todo su esplendor”. Russell expresó
brillantemente sus opiniones sobre la pretendida maldad del hombre en los Unpopular Essays (1950): “Los niños, después de
haber sido hijos de Satán en la teología tradicional y ángeles místicamente
iluminados en las mentes de los educadores reformistas, han vuelto a ser
pequeños diablos, no demonios teológicamente inspirados por el Angel del Mal,
sino científicas abominaciones freudianas inspiradas por el inconsciente. Son
ahora, hay que reconocerlo, mucho más perversos de lo que eran en las diatribas
de los monjes; exhiben en los libros de texto modernos una ingenuidad y
persistencia en imaginaciones pecaminosas, respecto a las cuales no hubo nada
comparable en el pasado, excepto san Antonio. ¿Es esto la verdad objetiva
final? ¿O es meramente una compensación imaginativa al adulto al no
permitírsele ya zurrar a los pequeños traviesos? Dejemos que los freudianos se
respondan unos a otros”. Otra cita de los escritos de Russell, muestra cuán
profundamente ha experimentado la alegría de vivir este pensador humanista: “El
amante -escribe en The
Scientific Outlook (1931)-,
el poeta y el místico, encuentran una satisfacción más plena que la que el
deseoso de poder pueda conocer nunca, una vez puede retener el objeto de su
amor; en cambio, el deseoso de poder debe estar constantemente ocupado en
alguna nueva manipulación, si no quiere sufrir de un sentimiento de vacío. Cuando
me llegue el momento de morir no sentiré que he vivido en vano. He visto la
tierra enrojecerse al atardecer, el rocío centelleando por la mañana y la nieve
brillando bajo el frío sol; he sentido el olor de la lluvia después de la
sequía y he oído el tormentoso Atlántico golpeando las costas graníticas de
Cornwall. La ciencia puede conceder estos y otros goces a más gente de la que,
de otro modo, podría disfrutar de ellos. Si así se hace, su poder será
utilizado sabiamente. Pero, cuando arrebata a la vida los momentos a los cuales
la vida debe su valor, la ciencia no es digna de admiración, por muy
inteligente y elaborada que sea para conducir a los hombres por el camino de la
desesperación”.
Bertrand Russell es un estudioso,
un hombre que cree en la razón. Pero cuán diferente es él de la mayoría de los
hombres cuya profesión es la misma: el estudio. Para éstos, lo que cuenta es la
comprensión intelectual del mundo. Están seguros de que su intelecto agota la
realidad y que no hay nada de importancia que no pueda ser captado por él. Son
escépicos respecto a todo lo que no pueda ser comprendido en una fórmula
intelectual, pero son ingenuamente no-escépticos respecto a sus propios
estudios científicos. Están más interesados en los resultados de sus pensamientos
que en el proceso de iluminación que tiene lugar en la persona que pregunta.
Russell habla de este tipo de proceder intelectual al discutir el pragmatismo
en susPhilosophical Essays (1910):
“El pragmatismo -escribe- atrae al temperamento que encuentra en la superficie
de este planeta la totalidad de su material imaginativo; a quien siente
confianza en el progreso y descuida las limitaciones no humanas del poder
humano; a quien ama la lucha, con todos los riesgos que la acompañan, porque no
duda que logrará en realidad la victoria; a quien le gusta la religión, como le
gustan los ferrocarriles y la luz electrica, como un consuelo y ayuda en los
asuntos de este mundo, y no para proveer de objetos no-humanos que satisfagan
al hombre su hambre de perfección y de algo que pueda ser adorado sin reservas.
Pero, para aquellos que creen que
la vida en este planeta sería una vida encarcelada si no fuera por las ventanas
abiertas a un mundo más grande; para aquéllos que consideran arrogante la
creencia en la omnipotencia del hombre, que prefieren la libertad estoica que
previene del dominio sobre las pasiones antes que el dominio napoleónico que ve
los reinos de este mundo a sus pies, en una palabra, para los hombres que no
consideran al Hombre un objeto adecuado para su culto, el mundo pragmatista les
será estrecho y despreciable, arrebatando a la vida todo lo que le da valor, y
haciendo al mismo Hombre más insignificante, privándole del universo que
contempla en todo su esplendor.”
Para Russell, contrariamente al
pragmatismo, el pensamiento racional no es la búsqueda de la seguridad, sino
una aventura, un acto de auto-liberación y de valentía, que transforma al
pensador haciéndole más despierto y más lleno de vida.
Bertrand Russell es un hombre de
fe. No de fe en el sentido teológico, sino de fe en el poder de la razón, fe en
la capacidad del hombre para crear su propio paraíso a través de sus propios
esfuerzos. “En lo que se estima la duración del tiempo geológico -escribía en Man´s Peril from the Hydrogen Bomb (1) (1954)- el hombre
ha existido hasta ahora durante un período muy corto: 1.000.000 de años a lo
sumo. Lo que ha realizado, especialmente durante los últimos 6.000 años, es
algo totalmente nuevo en la historia del Cosmos, por lo menos en lo que
nosotros alcanzamos a conocer. Por siglos incontables, el Sol ha salido y se ha
puesto, la Luna ha crecido y decrecido, las estrellas han brillado por la
noche, pero fue sólo con la llegada del Hombre que estas cosas fueron
comprendidas. En el gran mundo de la astronomía y en el pequeño mundo del
átomo, el Hombre ha revelado secretos que se habría podido pensar que eran
indescifrables. En arte, literatura, religión, algunos hombres han mostrado una
sublimidad de sentimientos que hace que valga la pena preservar la especie.
¿Merece todo esto acabar en un puro horror porque tan pocos son capaces de
pensar en el hombre más que en este o aquel grupo de hombres? ¿Es nuestra raza
tan desprovista de sabiduría, tan incapaz de amor imparcial, tan ciega incluso
para los dictados más simples de la autoconservación, que la última prueba de
su estúpida inteligencia ha de ser la exterminación de la vida entera de
nuestro planeta? Pues no serán sólo los hombres quienes perecerán, sino también
los animales y plantas, a quienes nadie puede acusar de comunismo o
anticomunismo. No puedo creer que éste deba ser el fin. Desearía que los
hombres olvidaran por un momento sus pendencias y meditaran que, si se permiten
a sí mismos sobrevivir, hay todas las razones para esperar que los triunfos del
futuro superarán sin medida alguna los triunfos del pasado. Ahí está, ante
nosotros, si así lo queremos, un progreso continuo en felicidad, conocimiento y
sabiduría. ¿Vamos, en cambio, a elegir la muerte porque no podemos olvidar
nuestras disputas? Hago un llamamiento, como ser humano que soy a otros seres
humanos: recordad vuestra humanidad y olvidad el resto. Si podéis obrar así, el
camino está abierto hacia un nuevo Paraíso; si no podéis, nada queda ante
vosotros salvo la muerte universal.”
Esta fe radica en una cualidad
sin la cual ni su filosofía ni su lucha contra la guerra podrían entenderse: su
amor a la vida. Para mucha gente, esto puede que no signifique gran cosa; creen
que todo el mundo ama la vida. ¿Acaso no se apega uno a ella cuando está
amenazado, acaso no tiene uno muchas alegrías en la vida y mucha excitación
gozosa?
En primer lugar, el hecho es que
la gente no se apega a la vida cuando ésta se halla amenazada; ¿de qué otro
modo podría explicarse la pasividad ante la amenaza de la masacre nuclear?
Además, la gente confunde las excitaciones con la alegría, las emociones con el
amor a la vida. Están “sin alegría en medio de la abundancia”. El hecho es que
todas las virtudes por las que se alaba al capitalismo -iniciativa individual,
predisposición a arriesgarse, independencia-, hace tiempo que han desaparecido
de la sociedad industrial, y sólo se encontrarán principalmente en las
películas del Oeste y entre los gangsters. En el industrialismo burocratizado,
centralizado, sin considerar la ideología política, hay un creciente número de
gente que está “hastiada” de la vida y quiere morir para acabar con su
aburrimiento. Son los que dicen “antes muerto que rojo”; pero, por debajo, su
lema es: “antes muerto que vivo”. La forma extrema de una tal orientación se
podía encontrar en aquellos fascistas, cuyo lema era: “Viva la muerte”.
Sin embargo, la atracción de la
muerte, que Unamuno llamó necrofilia, no es un producto sólo de los fascistas.
Es un fenómeno profundamente arraigado en una cultura que está crecientemente
dominada por las organizaciones burocráticas de las grandes corporaciones,
gobiernos y ejércitos, y por el importante papel que juegan las manufacturas,
artefactos y máquinas. Este industrialismo burocrático tiende a transformar a
los seres humanos en cosas. Tiende a reemplazar la naturaleza por aparatos
técnicos, lo orgánico por lo inorgánico. Una de las primeras expresiones de
este amor a la destrucción, a las máquinas, y del desprecio hacia la mujer (la
mujer es una manifestación de la vida para el hombre, lo mismo que el hombre es
una manifestación de la vida para la mujer), se puede encontrar en el
Manifiesto futurista (1909) de Marinetti, uno de los precursores intelectuales
del Fascismo italiano.
Escribió: “...4. Declaramos que
el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza; la belleza de
la velocidad. Un automóvil de carreras, su armazón adornada con grandes tubos,
como serpientes con aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece como
si corriera sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia.
“5. Cantaremos al hombre en el
volante, cuyo pie ideal atraviesa la Tierra, veloz sobre el circuito de su
órbita.
“...8. ¿Por qué deberíamos mirar
atrás, si hemos de violar los misteriosos portales de lo imposible? Tiempo y
Espacio murieron ayer. Ya vivimos en lo absoluto, puesto que ya hemos creado
velocidad, eterna y siempre presente.
“9. Queremos glorificar la Guerra
- el único remedio saludable del mundo - militarismo, patriotismo, el arma destructiva
del Anarquista, las bellas Ideas que matan, el desprecio a la mujer.
“10. Queremos destruir museos,
bibliotecas, luchar contra el moralismo, el feminismo y todas las vilezas
oportunistas y utilitarias.”
En verdad, no hay mayor
distinción entre seres humanos que la que hay entre los que aman la vida y los
que aman la muerte. Este amor a la muerte es una adquisición típicamente
humana. El hombre es el único animal que puede aburrirse, es el único animal
que puede amar la muerte. El hombre impotente (no me refiero a la impotencia
sexual), aunque no puede crear la vida, la puede destruir, y así trascenderla.
El amor a la muerte en medio de la vida es la perversión por excelencia. Hay
algunos que son verdaderos necrófilos, y saludan a la guerra y la promueven,
aun cuando generalmente no se dan cuenta de sus motivaciones y racionalizan sus
deseos teniéndose por servidores de la vida, el honor o la libertad. Son
probablemente la minoría; pero hay muchos que no han hecho nunca la elección
entre la vida y la muerte, y que se han evadido en las ocupaciones diarias para
disimularlo. No saludan a la destrucción, pero tampoco saludan la vida. Están
faltos de la alegría de vivir, que sería necesaria para oponerse vigorosamente
a la guerra.
Goethe dijo una vez que la
distinción más profunda entre varios períodos históricos se halla entre
confianza y desconfianza, y añadió que todas las épocas en que domina la
confianza son brillantes, en progresiva elevación y fructíferas, mientras que
aquellas en que domina la desconfianza desaparecen porque nadie se preocupa de
dedicarse a lo infructuoso. Me parece que la “confianza” de que hablaba Goethe
está profundamente enraizada con el amor a la vida. Las culturas que crean las
condiciones para amar a la vida son también culturas con confianza; aquellas
que no pueden crear este amor tampoco pueden crear confianza.
Bertrand Russell es un hombre que
confía. Al leer sus libros, y al contemplar sus actividades en favor de la paz,
su amor a la vida me parece el móvil principal de su persona entera. Avisa al
mundo de la sentencia de muerte que le amenaza, precisamente tal como hicieron
los profetas, porque ama la vida en todas sus formas y manifestaciones. Él,
también como los profetas, no es un determinista que pretende que el futuro histórico
está ya “determinado”; es un “alternativista”, que ve que lo que está
determinado son ciertas alternativas limitadas y averiguables. Nuestra
alternativa está entre el fin de la carrera de armamentos nucleares o la
destrucción. Que la voz de este profeta vaya a triunfar sobre las voces de la
ruina y del cansancio, depende del grado de vitalidad que haya conservado el
mundo y, especialmente, las generaciones más jóvenes. Si hemos de perecer, no
nos podremos lamentar de no haber sido avisados.